La fibrosis quística es una enfermedad genética conocida como autosómica recesiva, lo que significa que para que un niño la padezca debe recibir el gen enfermo tanto del padre como de la madre. Esta enfermedad es causada por un mal funcionamiento de un canal cuya función es la transferencia del cloro. Esto da como resultado un espesamiento anormal de la mucosidad asociada a una deshidratación, a nivel de las mucosas del organismo, incluyendo las vías respiratorias y digestivas. Así, la fibrosis quística provoca daños en numerosos órganos del cuerpo: entre los principales responsables de la evolución de la enfermedad encontramos los pulmones y el páncreas. La fibrosis quística aparece en la primera infancia y la esperanza de vida de los pacientes está reducida.
Los síntomas de la fibrosis quística son:
De manera sistemática en Francia se realiza una detección neonatal entre los 3 y los 5 días de vida. Otras cuatro patologías también se buscan de forma sistemática; en caso de anomalías deberán realizarse otras pruebas. El diagnóstico de la fibrosis quística se realiza con una prueba simple que consiste en recuperar el sudor para analizarlo. Se trata de dosificar el cloro presente en estas secreciones. Sin embargo, esta prueba sólo es posible en un niño que pese, como mínimo, 4 kilos. También se puede buscar la mutación genética implicada.
El tratamiento de la fibrosis quística es complicado y necesita de un tratamiento pluridisciplinario con médicos de diferentes especialidades: un fisioterapeuta, un psicólogo para el seguimiento y un especialista en dietética. El paciente seguirá con sesiones de fisioterapia respiratoria, una dieta rica en calorías complementada por enzimas (lipasas, particularmente deficientes) y vitaminas. En caso de infecciones pulmonares, frecuentes, se administran antibióticos después de un análisis de las bacterias en el esputo. En casos avanzados de insuficiencia respiratoria, se contempla un trasplante de pulmón, a veces asociado con el de corazón.